Eso de que los antidisturbios peguen a los ciudadanos a la menor oportunidad se está convirtiendo en una costumbre que, además de ser muy fea, goza de una total impunidad, al punto de que los delegados del Gobierno de las respectivas comunidades autónomas saltan a la palestra ante la menor insinuación de exceso del uso de la fuerza por parte de esas fuerzas y, valga la redundancia, aseverando lo impecable del ejercicio de su función.
Con esa costumbre de crear dos bandos, el de sus fuerzas y el de los ciudadanos como enemigos, promueven la idea de que estos policías no forman parte de un servicio que pagamos todos, sino de un ejército pretoriano privado al servicio de la clase dirigente y cuya única misión sería la de preservarles del contacto con esa terca ciudadanía, que cual mosca cojonera no hace más que perturbar su siesta al negarse con empecinamiento a aceptar los inevitables dogmas que dicta el dios Mercado a través de su suma sacerdotisa La Economía, ese pueblo intransigente y salvaje que se resiste a ser inmolado en el ara, incapaz de entender que su sacrificio no es estéril sino que cumple un designio divino: que ellos vivan mejor.
Con esa costumbre de crear dos bandos, el de sus fuerzas y el de los ciudadanos como enemigos, promueven la idea de que estos policías no forman parte de un servicio que pagamos todos, sino de un ejército pretoriano privado al servicio de la clase dirigente y cuya única misión sería la de preservarles del contacto con esa terca ciudadanía, que cual mosca cojonera no hace más que perturbar su siesta al negarse con empecinamiento a aceptar los inevitables dogmas que dicta el dios Mercado a través de su suma sacerdotisa La Economía, ese pueblo intransigente y salvaje que se resiste a ser inmolado en el ara, incapaz de entender que su sacrificio no es estéril sino que cumple un designio divino: que ellos vivan mejor.