Los
políticos del ‘prime time’ juegan el juego
de
la televisión, no el de la política.
Las
reglas de juego están determinadas hoy
por
el “imperio del audímetro”.
El
filósofo Slavoj Zizek cuenta el siguiente chiste para explicar qué es el
populismo. Un tipo busca sus llaves en plena noche debajo de una farola.
Alguien le pregunta dónde las ha perdido y dice: en aquella esquina oscura. ¿Y
por qué las busca aquí?, insiste el otro. A lo que el tipo responde: porque
aquí hay luz. La mayoría de opiniones interesadas en el populismo están
reunidas alrededor de la farola, que es la arena política. Repiten que el
discurso político ha virado hacia el populismo, o que tal o cual partido es
populista, y cada quién culpa al adversario de haber causado el mal con
excepción de Podemos, cuya élite asume la etiqueta basándose, al parecer, en la
peculiar lectura marxistolacaniana (vivir para ver) de Ernesto Laclau. Los
comentaristas proclaman la defunción de la política racional o la aparición de
una política para la mayoría. Pero en lugar de otro debate bizantino, me parece
mejor preguntarse por qué triunfa el discurso populista, así como a dónde nos
puede llevar. Dónde perdimos las llaves.
El populismo es una práctica
política que pretende establecer una relación directa entre el pueblo y el
Gobierno, deslegitimando cualquier estructura de representación que medie entre
los intereses de uno y otro. En un artículo publicado en Political Studies
(1999), la politóloga Margaret Canovan invirtió la aproximación típica a este
hecho, basada en el recelo, y lo presentó como recurso permanente para
articular los dos estilos políticos democráticos: la política “pragmática” y la
política “redentora” (una basada en el interés y otra en la fe). Lejos de
amenazar la democracia, el populismo resulta necesario para su funcionamiento,
según esta autora. No es que populismo y política sean sinónimos, como parece
sugerir Laclau, sino que, cuando la gente está harta de votar “lo mismo de
siempre”, el discurso populista acumula la indignación que permite saltar del
modo pragmático al redentor. Desde entonces, la idea de populismo ha vuelto a
las discusiones eruditas vestida con ropa más noble, pero la mayoría de
opiniones mantienen la polarización moral. ¿Es bueno o malo?
Dos cosas importantes pueden
decirse sobre el populismo que pulula por las democracias contemporáneas; una
es evidente y otra no tanto. La primera es que se trata de un fenómeno
mediático, muy concretamente televisivo: cuando pensamos en los episodios
políticos que consideramos populismo vienen a la cabeza declaraciones a la
prensa, frases mitineras, tertulias e intervenciones parlamentarias que hemos
visto gracias a la televisión e Internet, ese otro megacanal de televisión, que
además permite a los espectadores conectarse entre sí. Sin embargo, puede pasar
desapercibido que la estructura de la televisión actual condiciona más que
antes la política que se puede decir e impulsa un modo de hacer que desde luego
merece llamarse populista, pues pretende establecer esa relación directa entre
gobernantes y gobernados, pero que tiene importantes diferencias con el
populismo del siglo anterior. Para explicar la principal novedad recurriré a un
conocido concepto sociológico.
“La televisión es el caballo de
Troya del campo económico en los campos de producción cultural”. Con este
galimatías tan suyo resumía Pierre Bourdieu ( Sobre la televisión, 1998) las
conclusiones de su incursión, por desgracia breve y apresurada, en el estudio
sociológico del papel de los medios de comunicación en la configuración del
orden colectivo. Quiere decir que, en Francia, la consolidación de un campo
periodístico —campo es un espacio cerrado de actores individuales e
institucionales, que mantienen relaciones competitivas para obtener un recurso
o capital específico— se quebró en los años ochenta por la aparición de las
televisiones privadas. Estas consiguieron grandes cifras de audiencia y
recursos publicitarios, pasando a ocupar una posición dominante, casi
hegemónica, dentro del campo. La banca y la gran industria entraron masivamente
en los medios audiovisuales para forjar poderosos grupos de comunicación, que
son los que hoy determinan las reglas del juego, y la aparición de un mercado
televisivo impuso en todo el campo periodístico una racionalidad externa: “el
imperio del audímetro”, es decir, la rentabilidad publicitaria inmediata de
cada minuto de emisión. La lógica económica es el criterio dominante y el campo
periodístico ha dejado de ser autónomo. O lo que es lo mismo, ya no es un
campo. Sin embargo, continúa ejerciendo influencia sobre los demás campos
culturales, en especial sobre la política.
Los medios de comunicación
introducen una presión constante sobre el campo político. Sus actores
principales deben mostrarse de forma continua en la televisión y, dentro de
ésta, en el prime time de las grandes cadenas privadas. Pero la televisión no
es un escenario vacío, sino que impone unas determinadas condiciones de
producción del discurso. A la televisión del sábado por la noche no se va a
dialogar (para llegar a un acuerdo) sino a debatir (para vencer al oponente);
no a exponer un asunto, sino a exponerse uno mismo como mercancía de consumo.
Manda la búsqueda inmediata de audiencia y el político ya no puede reclamar de
entrada ningún estatus de superioridad moral, más bien al contrario. Los
políticos que triunfan en el prime time lo hacen porque juegan el juego de la
televisión, no el de la política. Hillary Clinton perdona a su marido infiel,
Tony Blair revela su crisis de fe, Cristina Kirchner lleva el luto ante su
pueblo, Barack Obama baila con Michelle sobre el escudo de Estados Unidos.
Todos representan un lado humano (puede haber impostura o no, pero desde luego
hay interpretación) con el que conquistar la identificación emotiva del
espectador.
El nuevo populismo vincula a
gobernantes y gobernados como personajes y espectadores de una tragicomedia. Y
la televisión propicia estas operetas porque obtienen audiencia, son rentables.
El resultado es la teatralización de la política, que es populismo porque
deslegitima las instituciones de representación (partidos, Parlamentos,
etcétera), pero en un sentido importante se distingue del modelo clásico de un
Perón o, más recientemente, un Chávez.
No es sólo que el nuevo populismo
sea televisado: es que el campo político y el periodístico han perdido el
monopolio de los medios de producción del discurso que define qué es lo real.
Sus respectivos lenguajes se definen ahora según una lógica externa, el plató
de televisión y su rey absoluto, el audímetro. El viejo capital político cotiza
ahora en puntos de share. Y esto tiene consecuencias saludables y patológicas.
Por eso tienen razón quienes ven en este fenómeno una vulgarización de la
política y también quienes celebran su democratización, aunque el demos al que
se refieren los optimistas ya no sean ciudadanos, como afirma Bernard Manin en
Los principios del gobierno representativo (1998), sino audiencias cuyo único
derecho político es destituir a una élite gobernante cada cuatro años.
Si Canovan tiene razón, el actual
auge del populismo indicaría que estamos cada vez más hartos de una política
funcionarial, limitada a administrar lo que hay. Si la tiene Bourdieu,
significaría que la televisión ha conquistado los campos político y
periodístico para someterlos al principio de la rentabilidad comercial, con lo
que la supuesta redención política quedará en mercantilización del descontento
social.
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