jueves, 17 de diciembre de 2015

Elogio de las profesiones marítimas... X... Juan Zamora Terrés

ELOGIO DE LAS PROFESIONES MARÍTIMAS

               Podría haber titulado esta conferencia ELOGIO DE LOS COMERCIANTES o ELOGIO DEL TRANSPORTE MARÍTIMO, no sólo por ahuyentar el riesgo de que alguien pudiera entender mis palabras como un ejercicio corporativo, sino sobre todo porque en los profesionales del mar se resumen los valores de una actividad que ha sido históricamente y lo es en la actualidad un motor de progreso social y económico. Hablo claro está, del comercio por vía marítima.

También debo precisar que cuando hablo de profesiones marítimas lo hago en un sentido amplio que incluye desde quien proyecta y fabrica la nave hasta el burgués que en la baja Edad Media se embarcaba con sus mercancías y confiaba en la pericia del naucher o nauchero para llegar sano y salvo al puerto de destino. Y por supuesto hablo de quienes se embarcan en la aventura marítima, cualquiera sea su empleo a bordo y su jerarquía.

Nuestras Historias, la académica que se enseña en las escuelas y universidades y la popular que impregna la percepción social, suele olvidar a los personajes que a base de experiencia y talento construían en las playas barcos cada vez más grandes, más veloces y eficientes. Solemos olvidar también a quienes, con la determinación que hoy admiramos en un emprendedor valiente, se echaban a la mar en esas construcciones de madera movidas por una simple tela confeccionada con fibras vegetales o bambú, enfrentándose a un océano que se creía infinito, que se sabía cruel y que aseguraba toda suerte de calamidades y privaciones, pero que representaba, al mismo tiempo, la puerta hacia el progreso, el camino para mejorar la condición social y económica de unos hombres y
mujeres que malvivían de una tierra escasa continuamente amenazada por la codicia de los vecinos.

Un olvido que no es universal, por supuesto, al menos no con el mismo grado. A diferencia de los normandos, los bretones, los vikingos y los pobladores de las islas de Extremo Oriente, es decir a diferencia de Gran Bretaña, Holanda, Dinamarca y Japón, simples ejemplos, donde las profesionales marítimas gozan de un enorme prestigio y reconocimiento económico y social, nuestro país, España, ha ignorado y sigue ignorando a los mestres d'aixa, a los carpinteros de ribera, a esos ingenieros navales en agraz y a los ingenieros navales titulados cuando, ya en el siglo XVIII, se reguló esta profesión. E ignora y sigue ignorando, de una forma particularmente ominosa, a los marinos, a todos
los marinos, pescadores, comerciantes y soldados, a quien esta nación que llamamos España tal vez debe sus mejores hazañas y sus mejores historias.

Solemos en España hacer uso de las palabras de una forma interesada y con ello acabamos por confundirnos. Las palabras no son inocentes. Que no nos confundan las palabras, tan usadas hoy para eludir y falsear la realidad. Los marinos han tenido en la historia nombres diversos: nauta, naucher o nauchero, nostromo, nostramo o contramaestre, patrón, piloto, oficial de máquinas, capitán, comandante, o almirante, nombres que obedecían a la necesidad de distinguir funciones y oficios, sólo eso, nada más y nada menos. 

Cargar esas palabras de una intención clasista y disgregadora sólo nos lleva a la necedad del enfrentamiento en el que todos perdemos. Todos eran y somos marineros, gente de mar, y todos hemos sido protagonistas de grandes historias, de grandes descubrimientos y de magníficas oportunidades de negocio que nos han hecho más sabios y nos han traído prosperidad y bienestar.

Los marinos han sido los primeros cartógrafos y los intelectuales más eficaces contra las supersticiones dominantes, a las que a veces utilizaban para evitar la competencia y ahuyentar a los curiosos. Propagar que más allá del horizonte las naves quedaban apresadas en un mar espeso poblado de bestias inmundas era una forma de atemorizar a los posibles competidores, primitiva si ustedes quieren, pero bastante eficaz. Aprendimos a construir casas y palacios que flotaban y sobrevivían a los temporales, edificios que también eran carros inmensos para transportar todo tipo de productos, unos artefactos que además avanzaban sobre el mar por el invento de las velas y el esfuerzo de los hombres; advertimos que la tierra no era plana ni está poblada de monstruos devoradores de naves, sino que era redonda y llena de exquisitos animales comestibles.

Demostramos, los marinos, que era posible llegar a los confines del mundo y volver con maravillas de ensueño. Y descubrimos que cargando en mi nave unas mercancías abundantes aquí podíamos satisfacer una necesidad de los habitantes de allá, y viceversa, y que en ese comercio y en ese transporte todos ganábamos. Así, confirmábamos el sentir de Pessoa: el fin de un barco no es el de navegar, sino el de ir de un puerto a otro puerto.

La historia de la navegación, que es la historia de los intrépidos profesionales que construían y tripulaban las naves que trazaron el mapa del planeta Tierra, no necesita de mitos ni exageraciones, pues posee mimbres suficientes para colmar cualquier expectativa humana. Muy pocas historias no tienen el mar y los barcos en su cabecera.

Los barcos y los marinos son los protagonistas de la mayoría de las leyendas, historias legendarias de China, de Japón, de los archipiélagos del Pacífico, de Fenicia, de Grecia, de Roma, de Arabia y de Escandinavia. Las sociedades sin barcos ni marinos han desaparecido sin dejar huella, cerradas sobre sí mismas, irrelevantes.

Todas las religiones, y particularmente las derivadas de la Biblia, han utilizado el mar como metáfora del esfuerzo y del tesón, del peligro y de la recompensa, del misterio y de la luz. Y detrás de todas esas comparaciones y alegorías están las profesiones marítimas, las personas que trabajan con empeño para que los barcos lleguen a destino sin naufragar. Jesús escogió a sus apóstoles, doce hombres buenos, entre los pescadores de Judea y Galilea. La gran saga de la literatura árabe, con ejemplos similares en otras culturas africanas y asiáticas, es Simbad, el marino, paradigma del coraje, de la bondad y de la generosidad de la gente de la mar.

Como es lógico, la literatura y el arte, desde sus orígenes, han loado el mar como medio de vida y de riqueza. Poemas, dibujos, narraciones, pinturas, canciones y rituales que intentaban representar la grandeza y servidumbres de la mar. Y cuando digo la mar, quiero decir hombres, mujeres y barcos, pues sin ellos la mar es sólo un manto azul frío, salado y hostil. No es el mar el que une a los continentes, como pretende cierta palabrería, sino los barcos y quienes los tripulan y marean. En la que tal vez sea la mejor representación del mar, esa ola viva, alegre e intimidatoria que dibujó el artista japonés Hokusai, cuyas copias -hizo más de doscientas- andan esparcidas por diversos museos
(tal vez la más conocida sea la que se exhibe en el Metropolitan de NY), hay varias embarcaciones cabalgando la ola. Y en las embarcaciones asoman las cabezas de quienes las manejan, hombres, quizás también mujeres, anónimos; héroes imprescindibles.

El mar, el oficio de navegar, contiene unos valores de enorme calado. Muchos de ellos los encontramos también en otras actividades humanas: el valor del esfuerzo, el trabajo en equipo, la solidaridad del grupo, la resistencia a la fatiga, etc. A todos ellos, el oficio de navegar añade un valor esencial: la responsabilidad. El marino sabe que de su pericia y esfuerzo depende la vida de sus compañeros. Un error, un descuido, puede acabar con el barco en el fondo del mar y con los humanos alimentando los peces. Les aseguro que no hay retórica alguna. En las largas horas de las guardias nocturnas, los marinos somos conscientes de que la vida de la tripulación está en nuestras manos y depende de nuestra atención al horizonte, de nuestro cálculo de la posición del buque y de la alerta sobre las muchas amenazas que acechan a un barco en navegación. Aprendemos para siempre lo
que significa la responsabilidad.

En los últimos años, las profesiones marítimas han sufrido un cambio del que nosotros, los contemporáneos no somos aún conscientes. Es un cambio que están viviendo todas las actividades humanas, una auténtica revolución quizás comparable en sus efectos a las revoluciones sociales que propiciaron el invento de la agricultura y la industrialización.

Los barcos y la navegación que conocimos quienes ya estamos en edad de retiro apenas tienen nada que ver con los buques y las tecnologías de la actualidad. El sextante, el cronómetro, el almanaque y las farragosas tablas de navegación, creaciones que costó siglos construir y dominar, son hoy objetos del pasado, piezas de museo. Una revolución similar vivieron nuestros antepasados en el siglo XIX, hace cuatro días en términos históricos, cuando el vapor sustituyó a la vela y el hierro a la madera.

Esos cambios no significan, sin embargo, que los profesionales del mar pierdan o reduzcan su importancia. Al contrario. Contra quienes pretenden que la juguetería electrónica constituye la solución a la seguridad marítima se alza la tozuda realidad. A más tecnología, mayor importancia del papel de las personas involucradas en el transporte marítimo. 
No voy a pasar por alto el error de algunos armadores, tal vez más contables que navieros, que creen en la superstición de la tecnología como procedimiento para abaratar los costes de la tripulación. No se compite mejor con personal insatisfecho ni se crea cultura empresarial mirando sólo cómo reducir salarios y recortar derechos.

Estamos en un archipiélago, un conjunto de islas cosidas entre sí por buques y embarcaciones, es decir por marinos, que repartían productos y personas entre la Gomera y Tenerife, entre Lanzarote y Gran Canaria, o entre La Palma y el Hierro. Las Canarias, su economía y su progreso, deben mucho a las profesiones marítimas. Y admirado y con enorme satisfacción he de decir que están ustedes levantando, tal vez, el mejor homenaje a los marinos, armadores y comerciantes que podían tributarles. Me refiero, claro está, al proyecto del correíllo LA PALMA. De ahora en adelante, cuando nos pregunten qué podemos hacer para prestigiar las profesiones marítimas y ganar en consideración social, podremos invocar el proyecto del correíllo LA PALMA. Son esos proyectos culturales, memoria histórica y homenaje a lo que hicieron las generaciones pasadas, la mejor forma de que la sociedad sepa y comprenda el inmenso valor de las profesiones marítimas.

Voy a hacer una pequeña confesión personal. Las lecciones sobre la restauración del correíllo LA PALMA que he escuchado de Juan Pedro, capitán de la marina mercante y práctico de Tenerife, y de José Luis, jefe de máquinas ya jubilado, la pasión con que explican los detalles técnicos y las dificultades del proyecto, la admiración con que hablan de los ingenieros navales y de los empresarios del sector marítimo que se han involucrado, la gratitud que mostraban hacia los dirigentes políticos que apoyaron la iniciativa, todo eso constituye un canto a la esperanza. Es posible por encima de las desgracias de nuestro país creer en el futuro. Es posible, más allá de una historia asociativa y profesional con excesivos fracasos, creer en las profesiones náuticas.

El nombramiento del capitán de la marina mercante Antonio Padrón como el primer embajador español de la Organización Marítima Internacional refuerza esa esperanza. A él, Capitán Marítimo de Tenerife, le encomienda la comunidad marítima internacional que actúe como defensor y portavoz de las profesiones marítimas, y que desempeñe su labor con entusiasmo y acierto.

Estamos ante una sabia elección, justificada en los méritos y en el talento que ha desarrollado Antonio Padrón en su amplia y productiva vida profesional. No les cansaré con la lista de cargos, honores, títulos y condecoraciones que ostenta Antonio Padrón Santiago, pero permítanme que les cuente dos notas, una personal y otra política sobre nuestro flamante embajador marítimo de la OMI.

La personal. Conocí a Antonio Padrón en los pasillos de un edificio de Bruselas dondese concentraban varios paneles de expertos convocados por la Comisión Europea para valorar proyectos europeos de investigación y asesorar a la Comisión en temas marítimos y portuarios. Nunca me había cruzado con nadie de la Administración marítima española. Un viejo amigo, funcionario de la comisión con despacho propio, me habló de Antonio Padrón. “Este muchacho llegará lejos”, me dijo. “Está muy bien preparado”, añadió.

La nota política. Hace ya casi nueve años, el capitán marítimo de Tenerife, Antonio Padrón, decidió contra viento y marea autorizar la entrada en puerto de un buque quimiquero abanderado en Saint Kitss and Nevis, que tenía prohibida la entrada en todos los puertos europeos, de nombre BLUE ICE. Un buque subestandar, que tenía entonces 33 años de durísima vida en la mar, afligido con deficiencias de todo tipo según las sucesivas inspecciones MOU a que fue sometido. Antonio Padrón, como digo, consideró que el estado de necesidad en que se hallaba el buque, apremiado por la escasez de víveres y combustible, hacía necesaria su entrada en puerto. Con esa decisión, a mi juicio plenamente justificada desde el punto de vista técnico, Antonio Padrón demostró coraje, seguridad y una gran prudencia profesional. No hace falta que añada que, además, se ganó la admiración de quienes seguimos la actualidad marítima. Nada sucedió en ese episodio, en contraste con otros, digamos que hablo del PRESTIGE, en los que el empecinamiento en alejar el buque de la costa causó el mayor desastre ecológico.

Acabo donde empecé. Las profesiones marítimas, instrumento capital del comercio y del transporte marítimo, merecen un mayor reconocimiento social. A todos ellos, marinos, navales, armadores y comerciantes, les dedico este elogio que he querido compartir con Antonio Manuel Padrón y Santiago, con mi sincera felicitación por su nuevo cargo como embajador marítimo de la Organización Marítima Internacional.

Y a todos ustedes, feliz año 2016 y muchas gracias por su atención.

Juan Zamora Terrés, director de NAUCHERglobal

Santa Cruz de Tenerife, 15 de diciembre de 2015